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Sobre el arte para el desarrollo
Autor: Julián Vásquez – Subdirector de Innovación Social
Necesitamos dar un salto, uno de los grandes, que nos permita migrar hacia un lugar diferente al que hemos habitado. Es el momento de movernos hacia la utopía y caminar hacia el mundo que soñamos. Suena muy fácil. Pero nos encontramos con una pregunta ineludible: ¿y cuál es el mundo que soñamos? No lo sabemos con certeza, y no lo sabemos no porque creamos que todo está perfecto, sino porque no es fácil imaginar algo diferente, y a la vez posible, que diste del acostumbrado fatalismo de todos los tiempos. Nos quedamos sin recursos para crear una historia diferente de país a la que nos hemos contado. No hemos tenido tiempo para sentir la tristeza en las dimensiones justas, y el temor a la culpa evade cualquier fragilidad. Tampoco hemos encontrado las palabras para narrar el dolor: excede nuestra comprensión. “Hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”, decía García Márquez en aquel célebre discurso. Sin embargo, es el momento de pedirle más a la imaginación, no para narrar nuestro pasado, sino para caminar nuevos senderos. Necesitamos de alguien, de algo, quizás alguna excusa, que nos permita contemplar lo inconmensurable del dolor, así como lo ilimitado de la esperanza. Ese vehículo es el arte.
En una conversación con Federico, un joven venezolano que vive sus días en los espejos de Bogotá, y que con su danza hace sonreír hasta el cuero de los latidos de las tribus Malinke, le pregunté por qué entregó su vida al baile. “No sé, no sé por qué la danza tiene tanto poder en mí, es algo que no puedo responder, solo sé que es como lanzar una semilla, a algún lugar, y de la nada, te regresan costales, llenos de vida”. Si tuviera que ser yo quien responde a esa pregunta, no sabría qué decir. A decir verdad, no creo en el arte. Por lo menos, no en sí mismo. He visto cómo en nombre del arte se defienden las posturas más arrogantes de la moral y la estética. En el mundo de los artistas, se encuentran quienes están dispuestos a morir por un destello de aplauso. El público, determina el inicio y el fin de sus vidas, lo que es menos grave que aquellos para quienes el arte es tan solo la puerta para la glorificación universal de su obra. El arte puede cubrir de un halo de superioridad. Discrimina y excluye, y a éste se acude, muchas veces, para reproducir el odio. Por cierto, en su nombre se ha producido dolor, pues con gaitas y tambores fue perpetrada la masacre del El Salado.
¿Entonces por qué creo que es la excusa para caminar? He visto a Negra Ardiente, una mujer víctima de todo lo siniestro que, a través del canto, cura. He visto cómo Arleida, habitante del Urabá colombiano, quien maquilla sus pómulos como una forma de proteger ante los demás las huellas de odio ocasionadas por esposo, se desprende de sí misma en un baile de champeta mientras cocina un sancocho de pescado. He vivido en el baile de una djembe africano y unos cantos senegaleses, el llanto de amor y nostalgia de jóvenes que se toman los brazos aceitados de sudor después de horas intensas de danza afromandingue. He visto cómo las mujeres wayuu caminan horas insondables hablando con el sol mientras tejen la historia eterna de un pueblo. He visto como niñas de Medio Baudó hacen un recorrido, de casa en casa, para viajar en fila india hasta la bibliotecaria que leerles en voz alta cuentos que inventan otros mundos posibles. He sentido como una obra de teatro me hace revivir relaciones con mi madre y mi padre que permanecían ocultas en lugares sin soles. Creo en el arte porque he visto que permite soñar incluso cuando menos certeza hay de vivir, porque veo el potencial tan contundente que tiene para realizar transformaciones emocionales imposibles de lograr con otros lenguajes. He sentido en obras, en el cine, en el teatro, cómo llegan artistas desconocidos a las fibras más íntimas y desconfiadas de mi alma. En apenas dos minutos el Colegio del Cuerpo me ha hecho estallar en llanto por el dolor de la discriminación hacia la negritud que no han logrado extensas horas de lecciones históricas. Sin duda alguna, también es el vehículo más contundente para hacer sentir el deseo de lanzarse al abismo de la aventura de la vida, y es quien mejor sostiene la relación clandestina con el amor.
En este lugar que habitamos, necesitamos, ante todo, un cambio cultural. Sabemos que ya las luchas por las condiciones materiales de la existencia no son suficientes. El universo de las emociones y de la sensibilidad puede alejarnos de la incredulidad. Como canta Drexler, debemos acudir a el movimiento para que no muera la esperanza: migremos entonces y abandonemos el país que no queremos para construir en el camino aquél que imaginamos. Podemos viajar a lo imposible, hacia el mundo, en el que, simplemente, confiemos, y acompañados del arte de experiencia cotidiana, disfrutar de todas las posibilidades que regresan hechas costales de vida.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]